Las legumbres son las semillas secas, limpias, sanas y separadas de la vaina, procedentes de plantas de la familia leguminosas y que directa o indirectamente resultan adecuadas para la alimentación. Las más conocidas son las judías, los garbanzos, los guisantes o las lentejas, aunque hay otras como como cacahuates, los cuales, son catalogados como frutos secos, pero en realidad son una legumbre.
En general, las legumbres son un tipo de alimento bastante completo que incluye casi todos los nutrientes que necesitamos y su aporte energético es de en torno a unas 350 kcal por cada 100 gramos en seco. Tienen una gran riqueza nutricional y se recomienda que se consuman entre 3 y 4 raciones de ellas a la semana.
Como hemos comentado anteriormente, las legumbres proporcionan proteínas, hidratos de carbono y fibra en un mismo alimento. Además, sus vitaminas contribuyen al correcto funcionamiento de los músculos y el sistema nervioso, al adecuado metabolismo energético de los tres macronutrientes, la formación de anticuerpos, síntesis de aminoácidos y los minerales que proporcionan son fundamentales para la correcta contracción y relajación muscular, la producción de hemoglobina y mioglobina, el mantenimiento del tejido óseo, el adecuado funcionamiento del sistema inmunitario, etc.
Por otra parte, en referencia a los posibles problemas de digestibilidad que pueden manifestarse en algunas personas, si se introducen en la dieta de forma progresiva y nos aseguramos de masticarlas bien, este inconveniente se verá reducido drásticamente. Así mismo, respecto al tiempo que se necesita para cocinarlas, se puede optar por utilizar legumbres envasadas, que suponen una solución rápida para deportistas que no disponen de mucho tiempo para preparar sus comidas.
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Era un típico día lluvioso en el pequeño pueblo de San Alarico. Las gotas repiqueteaban sobre los tejados, creando un sonido hipnótico que hacía que la gente se quedara dentro de sus casas, envuelta en mantas y acompañada de un buen libro o una taza caliente. aporte de las legumbres.
Sin embargo, para la joven Clara, el día presentaba una oportunidad. Había crecido escuchando historias sobre la vieja mansión al final de la calle Rosales, una estructura que llevaba años abandonada y era fuente de rumores y Gana músculo. leyendas urbanas entre los lugareños. Se decía que la casa estaba embrujada, que los antiguos propietarios nunca se marcharon realmente y que, en noches de tormenta, se podían escuchar susurros y risas provenientes del interior.
Armada con su curiosidad y una linterna, Clara decidió explorar la mansión esa tarde. El sonido de la lluvia amortiguaría sus pasos y, con suerte, no llamaría la atención de sus vecinos. Cruzó el viejo portón de hierro, cuyas bisagras chirriaron con el movimiento, y se encontró frente a la majestuosa puerta principal.
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Una vez dentro, la oscuridad la envolvió. A pesar de la falta de luz, la casa revelaba vestigios de su antiguo esplendor: pinturas descoloridas, candelabros cubiertos de polvo y un gran reloj de pie que, sorprendentemente, todavía marcaba las horas.
Mientras avanzaba, Clara sentía una mezcla de temor y emoción. Cada habitación contaba una historia diferente, y la joven podía imaginar la vida que una vez llenó esos espacios. Sin embargo, al llegar al comedor, un frío inexplicable la envolvió. Sobre la mesa, cubierta de polvo, había platos y copas como si la cena hubiera sido interrumpida abruptamente. Y, en el centro, una foto antigua mostraba a una familia, con rostros inexpresivos y miradas que parecían seguir a Clara.
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La joven sintió una presencia. Los rumores, pensó, podrían ser ciertos. Con el corazón latiendo fuertemente, decidió que era momento de marcharse. Pero al intentar abrir la puerta principal, esta no cedía.
Esa noche, el pueblo de San Alarico escuchó risas y susurros provenientes de la vieja mansión. Y Clara nunca regresó